El viejo

Autor: Enrique Gil Ibarra

Cinco minutos, no más, pero sobraban si conseguía la llave de la puerta del edificio.

Eso sí fue simple. Le pedí a José que una tarde le arrebatara el bolso a la vecina del tercer piso cuando iba al supermercado. La vecina gritó, yo, comedido, perseguí al “ladrón” que doblaba la esquina, y regresé, triunfante, con el bolso que el chorro había arrojado cobardemente, no sin antes hacer una matriz en cera negra, por supuesto. Claro que José no tenía la menor idea de porqué estaba haciendo esto. Pero no preguntó.

En el palier del quinto piso hay un guardia durmiendo plácidamente por segunda vez. La primera fue una entrada tardía, hace un par de semanas, para ver las cerraduras del departamento y determinar las ganzúas correspondientes, que me prestó –regaló- Pedro. Ambos ingresos se consiguieron gracias al “cafecito cargado” gratuito que la custodia interna recibe todas las noches, sin faltar una, desde hace meses, obsequiado por el dueño del mismo bar.

Es curioso cómo, después de todos estos años, se ha aflojado la atención. Nadie tomó en cuenta que ese hombre anciano, de pequeña estatura, vasco y autodenominado apolítico, tuvo una vez un único hijo argentino al que extraña horrores y que no olvidará jamás, aunque detrás de la barra del bar disimule su dolor con una sonrisa terca, orgullosa e indiferente. Esa sonrisa que se ensanchó un poco cuando me vio entrar, una noche helada, hace ya cinco meses. Sólo sus ojos se hicieron más oscuros, más profundos, cuando le expliqué lo que esperaba de él. Y su estrecho abrazo de despedida me confirmó que él también, tal vez paciente e inconscientemente durante todos estos años, había estado seguro de que llegaría el momento de cobrar.

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